FRANZ JOSEPH HAYDN
(Rohrau, Austria 1732 – Viena, Austria 1809)
Sinfonía n.º 13 en Re mayor, Hob.I:13
(1763) – 1.ª audición – 21’
Allegro molto
Adagio cantabile
Menuet
Finale: Allegro molto
MAURICE RAVEL
(Ciboure, Francia 1875 – París, Francia 1937)
Sonata para violín
(1928) – 1.ª audición – Orquestración de Yan Maresz (2015) – 19’
Allegretto
Blues: Moderato
Perpetuum mobile: Allegro
Renaud Capuçon, violín
LUDWIG VAN BEETHOVEN
(Bonn, Alemania 1770 – Viena, Austria 1827)
Romanza n.º 2 en Fa mayor para violín y orquesta, op. 50
(1798) – 1.ª audición – 9’
Renaud Capuçon, violín
PAUSA 20’
WOLFGANG AMADEUS MOZART
(Salzburg, Austria 1756 – Viena, Austria 1791)
Sinfonía n.º 41 en Do mayor, KV. 551, “Júpiter”
(1788) – 26’
Allegro vivace
Andante cantabile
Menuetto: Allegretto
Molto allegro
Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya
renaud capuçon, violín
ludovic morlot, dirección
PRIMEROS VIOLINES Jaha Lee, concertino asociada / Maria Florea*, concertino asociada invitada / Raúl Garcia, asitente de concertino / Paula Banciu / Walter Ebenberger / Ana Galán / Zabdiel Hernández / Lev Mikhailovskii / Katia Novell / Pilar Pérez / Jordi Salicrú / Ícar Solé · SEGUNDOS VIOLINES Alexandra Presaizen, solista / Emil Bolozan, asistente / M. José Balaguer / Patricia Bronisz / Clàudia Farrés / Mireia Llorens / Octavi Martínez / Laura Pastor / Robert Tomàs / Vladimir Chilaru* · VIOLAS Milena Simovic*, solista invitada / Noemí Fúnez, asistente / David Derrico / Josephine Fitzpatrick / Franck Heudiard / Sophie Lasnet / Miquel Serrahima / Andreas Süssmayr · VIOLONCHELOS Charles-Antoine Archambault, solista / Blai Bosser, asistente / Lourdes Duñó / Vincent Ellegiers / Elena Gómez / Lluc Pascual · CONTRABAJOS Luís Cabrera, solista / Christoph Rahn, solista / Dmitri Smyshlyaev, asistente / Apostol Kosev · FLAUTAS Christian Farroni, asistente / Ricardo Borrull, flautín · OBOES Rafael Muñoz, solista / José Juan Pardo / Disa English, corno inglés · CLARINETES Luís Cámara*, solista invitado / Francesc Navarro · FAGOTS Silvia Coricelli, solista / Slawomir Krysmalski, contrafagot · TROMPAS Juan Manuel Gómez, solista / Joan Aragó / David Bonet / Pablo Marzal, asistente · TROMPETAS Ángel Serrano, asistente / Adrián Moscardó · TIMBALES Marc Aixa*, solista invitado · ARPA Magdalena Barrera, solista · CLAVE y CELESTA Marc Sumsi*
ENCAREGADO DE ORQUESTA Walter Ebenberger
RESPONSABLE DE DOCUMENTACIÓN MUSICAL Begoña Pérez
RESPONSABLE TÉCNICO Ignasi Valero
PERSONAL DE ESCENA Luís Hernández*
*Colaborador/a
COMENTARIo
por Luis Gago
La gran trinidad clásica versus Maurice Ravel
Frente al centenar largo de sinfonías de Haydn, no sabemos si maravillarnos más ante la cantidad o la calidad, aunque el quid del prodigio obrado por el compositor queda probablemente al margen de esta disyuntiva. Lo que produce un asombro infinito es que un hombre, solo, fuera capaz a un tiempo de crear virtualmente un nuevo género y de hacerlo evolucionar y madurar sin cesar durante décadas, transportándolo en volandas hasta su más absoluta madurez.
Al servicio durante buena parte de su vida del mismo patrón (la familia Esterházy), nada explica mejor cómo pudo producirse aquel milagro que las palabras que su primer biógrafo, Georg August Griesinger, pone en boca del propio Haydn: “A mi príncipe le satisfacían todos mis trabajos, recibía su aprobación, podía como director de una orquesta hacer experimentos, observar qué resaltaba un efecto y qué lo debilitaba; podía, por tanto, mejorar, añadir, eliminar y arriesgar; estaba aislado del mundo, nadie cerca de mí podía confundirme e importunarme en mi camino, de ahí que no me quedara más remedio que ser original”. No cabe mayor modestia para explicar el propio inconformismo o la renuncia a dejarse arrastrar por las soluciones fáciles, que es precisamente a lo que invitaba ese ambiente de aislamiento y, por tanto, libre de críticas y críticos descrito por el compositor. Giuseppe Carpani, en su Le Haydine (1812), corrobora esta confesión gracias a los testimonios directos de varios de los músicos que convivieron con Haydn en el palacio de Eszterháza. Éstos aún recordaban que solía interrumpir su trabajo para reunir a la orquesta, “intentaba un pasaje u otro en diferentes instrumentos y, tras realizar el experimento, hacía retirarse a los músicos, volvía a su mesa de trabajo y continuaba su composición confiadamente”. La música resultante era de tal calidad que, aun recluido en su entorno palaciego, Haydn se convirtió muy pronto en una celebridad en toda Europa. No es extraño que proliferaran por doquier las ediciones de sus obras realizadas no sólo sin el consentimiento, sino incluso sin el conocimiento del compositor. Comenzar el concierto con su Sinfonía n.º 13 hay que interpretarlo, en este sentido, como toda una declaración de intenciones. Al igual que todas sus sinfonías compuestas en o en torno a 1763, la obra se caracteriza por su extrema concisión, con tan solo dos sencillos motivos rítmicos dominando la construcción formal del primer movimiento.
Mozart, que tanto aprendió de Haydn, y a quien dedicó sus seis Cuartetos KV. 387-465, “el fruto de un largo y laborioso esfuerzo”, buscó también explorar nuevos territorios por sí mismo. Lo hizo de manera muy clara en el ámbito del concierto para piano y la ópera, mientras que en el de la sinfonía, la sonata para piano y, sobre todo, el cuarteto de cuerda aplicó concienzudamente lo aprendido de su colega. En sus tres últimas sinfonías, compuestas en un lapso de tiempo prodigiosamente breve, mostró, al igual que haría Haydn en sus sinfonías compuestas en Londres, una ambición formal desusada y, sobre todo, un afán de dotar a cada obra de una personalidad propia. Cualquier comentario de la última de todas, que algún avispado editor decimonónico decidió bautizar con el absurdo sobrenombre de “Júpiter” por sus majestuosas proporciones, tiene que poner un especial énfasis en el último movimiento, que debe enlazarse a su vez con el Mozart en contacto permanente con las obras de Bach y Händel, y con el contrapunto imitativo, justamente en los años en que estaba alumbrando los seis cuartetos de cuerda que luego dedicaría a Haydn. Sólo así puede entenderse el prodigio contrapuntístico obrado por el salzburgués en el último movimiento, donde cuatro sencillos motivos aparecen expuestos al final simultáneamente, como si se tratara casi del corolario de una (falsa) cuádruple fuga. Sabemos que Mozart conoció, admiró –y transcribió en parte– El arte de la fuga de Bach, que proyecta su alargada sombra sobre este Finale, una de las cimas absolutas del catálogo del austríaco.
A su lado, la Romanza de Beethoven (una de las dos que compuso para violín y orquesta) parece una frágil, sencilla y delicada miniatura, pero sirve para aunar en el programa de esta tarde los tres grandes nombres de la trinidad clásica, es decir, los integrantes –aunque raramente se utilice esta denominación– de la Primera Escuela de Viena. A falta de un concierto para violín de Ravel (lo que más se acerca es la virtuosística Tzigane), Renaud Capuçon ha decidido tocar su Sonata para violín y piano en la orquestación que realizó Yan Maresz en 2013. Si en su ópera El niño y los sortilegios, la tetera canta su intervención a ritmo de ragtime, justamente famoso es también el Blues que compuso como segundo movimiento de esta sonata en un afán por hacer los elementos jazzísticos compatibles con las formas clásicas. Así, aparecen inequívocos rasgos armónicos (modalismo), rítmicos (contratiempos, síncopas), melódicos (glissandi del violín en la exposición del tema) e instrumentales (la imitación del banjo en los pizzicati del violín de la introducción) perfectamente integrados dentro del discurso, de un arrebatador encanto melódico. El contraste, tras este pacificador Blues, viene marcado por el perpetuum mobile final, que anticipa de algún modo la locura de la crisis de 1929 y de la guerra fratricida que campearía por Europa en la década siguiente al tiempo que participa de algún modo de la estética de las músicas “mecánicas” que tan en boga se pusieron en esta época. En su no muy conocido Esbozo autobiográfico, aparecido póstumamente en La Revue musicale en 1938, Ravel afirmó lo siguiente: “Reafirmé esta independencia [entre las diferentes voces] al escribir una sonata para violín y piano, instrumentos que son en mi opinión esencialmente incompatibles. Lejos de equilibrar sus contrastes, la Sonata revela su incompatibilidad”. Hoy, con la orquesta haciendo las veces del piano, esa incompatibilidad desaparece.